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>> lunes, 18 de mayo de 2009


Miré su rostro desencajado, en su mirada podía leer el deseo que corrompía nuestros sentidos ahora. Después de aquel esperado beso, en medio de aquel tumulto de frío condensado, de humedad pegajosa, de amanecer temprano y gélido viento recorriendo nuestras facciones. Agarré su mano y lo arrastré escaleras arriba, no le dio tiempo a reaccionar, ni siquiera a pestañear. Por muy desesperado que suene, necesitaba sentirle de esa manera dentro de mi, le necesitaba desde el primer momento que nuestros ojos se cruzaron, mi estómago dio un vuelco y mi corazón solo latía por su mera presencia, acelerado y fuera de sí. Nos deslizamos hasta mi habitación y cerré la puerta con fuerza, el permanecía impasible, erguido ante la cama. Su cabello moreno tapaba sus ojos, yo me acerqué y con delicadeza lo aparté. Él aferró fuertemente mi cintura y me tumbó en la mullida cama. La sangre nos hervía y en esos momentos sobraba hasta la piel. Nuestras caricias, sus manos desprendiéndose de mis ropas lentamente, sin prisa, recorriendo mi cuerpo, aprendiéndose cada resquicio, sellando con un beso cada una de las partes sensibles, aquello me hacía vibrar y ni siquiera era capaz de controlar los espasmos que me producían las oleadas de placer. Quise que el mundo se parara en ese momento, todo lo que sucediera fuera de estas cuatro paredes no importaba lo más mínimo, aquel instante de frenesí y suspiros acompasados por la excitación mutua eran nuestros. Lo demás, era totalmente secundario. 


Desato el nudo de tu garganta, de ato a la pata de la cama, me entierro en el horno de tus mantas y desentierro mi hacha de guerra afilada, ¡de guerra afilada!

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