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>> jueves, 1 de octubre de 2009


- Con la mirada fija en la copa de Martini seco que tenía delante, movía la verde e incandescente olivita como si fuera lo más transcendente del mundo. 
Aquel día había acabado terriblemente peor de cómo había empezado, y eso ya es decir mucho. Levantarse con el pie izquierdo puede ser malo, pero hacerlo dos veces debería conllevar algo más de penalización en ese registro donde alguien o algo cuenta las supersticiones. Y sin saber cómo ni porqué acabé aquí, sentada la en la barra de este bar de motel barato, lo más caro que podía pagar mi escasa economía. Aún arriba la maleta sin deshacer, creo que me la cambiaron, al llegar tenía más proyectos que recuerdos, ahora solo queda algo dentro del neceser, al fondo, donde la pasta de dientes y el hilo de la esperanza. Demasiado entusiasmo en tan poco espacio, siempre acaba sobresaliendo por algún lado y perdiéndose por un lugar como mínimo muy alejado. En el bolsillo de mi vieja cazadora, su foto, aún más arrugada y desecha por las lágrimas que de costumbre. Dejé de contar cuantas veces había acabado su rostro en el vertedero de mis sentimientos y recuperada por los gritos de mi inconsciente, más consciente que en otros casos. Le echaba de menos, de eso no cabía duda alguna. Más que algo perdido, algo que realmente nunca tuve, porque él nunca fue mío. Nunca perteneció a nadie, se dejó amar sin remordimientos, sin quejas ni dudas. Sin libros de instrucciones. Me dejé engañar por la incoherencia de sus besos, buscados ahora en otros labios que no me sacian del todo. Por sus saltos al vacío sin red de seguridad ni bobadas varias. Porque aprender a quererle era empezar a dejarme de lado a mi misma, a perderme en el olvido, a bajarme la dignidad hasta los tobillos. A ser alguien que nunca quise ser. A ser alguien que él nunca quiso que fuera. Alejarme de él, de su tez lechosa, de sus níveos y alargados dedos, de su cabellera azabache cayéndole por la espalda, de sus ojos color avellana y su aterciopelada voz. Atrayente. Seductora. Capaz de dejarme sin respiración, de incluso olvidarme como se hacía eso de caminar en línea recta. Caer en su abundante gracia. Dejarme absorber por su halo de inocencia demoníaca. Saltarme todas las reglas, dejarlo todo, marcharme a la otra punta del mundo y perder lo poco que tenía. Dejar de existir y ser capaz de hacerme pequeñita e insignificante a su lado. Porque él siempre fue grande, devastador, importante. Yo nunca fui nada. Ni siquiera fui, que empezando por ahí es algo comprensible. Ahora, mirando a mi alrededor, busco los brazos que una noche más me arroparán intentando darme el calor que perdí en los suyos. Sus caricias, compradas y algo desgastadas dejarán en mi piel el rastro de la culpa, en mi cara las lágrimas harán acto de presencia y sin querer su rostro aparecerá en mis ojos como una broma de mi subconsciente y en un susurro del viento se lo diré: Amarte es para siempre.

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