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>> martes, 8 de septiembre de 2009


Era invierno. Lo recuerdo. Nevaba con una frecuencia innata, sentida, gélida. Yo, sentada sobre el nuevo sofá de cuero negro comprado con algo más de esfuerzo del que le gustaría reconocer. En mi mano, una fría copa del mejor vino del supermercado, con etiqueta engañadiza, suspiraba al verle, pululando por la cocina, entre fogones, entre una cena que esperaba con escaso apetito. Rodeada por un ático de cristal, parecido a aquellos cuentos de hadas que mi hermano me contaba de pequeña. Primer piso esbelto, discreto, lleno de decoración innecesaria. Segundo piso, escalera de caracol y fiesta privada entre improvisadas velas y pétalos de margarita, aquellas que me dan un no rotundo culpándome de arrancarlas de su tallo. Me mira y me sonríe, ve como el vino sigue intacto ahora en la mesa de cristal bohemio. No habrá que emborracharla, supuso bien. Yo le devuelvo la sonrisa de complicidad. Me giro para seguir viendo como el paisaje urbano es teñido de blanco. Pienso en él como inalcanzable a pesar de tenerle a escasos metros. Que poco acostumbrada estás a los éxitos, pienso para mi. Oigo el resonar del plato en la mesa, él se acerca y con una mano tendida me invita a levantarme y acompañarle en la velada. Acepto su mano con gusto. Me dirige hasta la cena y allí me retira la silla como si de un caballero de la corte del rey Arturo se tratase. Yo me siento a la espera de que él haga lo propio. La luz de las velas le refleja directamente en la cara. Su cabello moreno le cae por la cara tapándole uno de sus ojos, su nívea piel se ve acentuada por la tenue vela que ahora lucha por no apagarse a causa del viento. Cenamos entre conversaciones estúpidas y más idiotas muecas, poca coquetería y más ligoteo de bar de carretera. Al acabar, retira los platos y me vuelve a invitar a ponerme cómoda ¿Es que no lo había echo ya? Yo me siento ahora en uno de los sillones mientras la luna me da a mi ahora directamente en la cara. Él se acerca y me invita a sentarme a su lado en el sofá, yo hago lo propio. Me mira, con aquellos ojos color avellana, con esa mirada que me hace olvidarme siquiera de respirar. Alza una mano y me acaricia la cara. Me estremezco. Él se da cuenta y sonríe como si tal cosa. Preciosa ahora su cara a la luz de la luna, tan cerca que siento que se desvanecerá de un momento a otro. Siento su mano agarrando mi cintura. Desea que me acerque más. Desea tanto poseerme como yo a él. Me coloco a centímetros de sus labios, él me baña con su aroma, me vicia, me atonta. Más de lo que podía llegar a estar. Cuela su mano por debajo de mi jersey. Yo me dejo hacer porque ahora mismo no tengo voluntad para pararle. Ni ganas para que nos vamos a engañar. Roza su lengua con mis labios, yo con cara de pez idiota dejo mi boca abierta con la vana esperanza de llegar más allá de todo esto. Vuelve a sonreír, no sé si de mi o de la situación, pero lo hace. Ahora roza sus labios con los míos mientras poco a poco profundiza el beso que empezó como un juego de adolescentes inexpertos. Yo me sentía como una estúpida adolescente entre sus brazos. Abro la boca con la esperanza de respirar, pero solo un jadeo sale de mis labios. Me besa con tanta pasión que creo haber perdido la cordura. En esos momentos siento como mi alma sale de mi cuerpo, se alza hasta el techo y se da un buen coscorrón contra éste. Me observo a mi misma, agarrándole el cuelo, acariciando mudamente su espalda. Sintiendo. Sin miedo a lo que pasará mañana.

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